Tuve por algún tiempo, no se precisar cuánto, empozada en mi mano una pequeña fuente de agua. El agua estaba apacible sumergida entre las grietas de mi palma, fresca e inmóvil.
Sabía que estaba ahí, a pesar de que no podía verla ni tocarla; saber que era mía no era suficiente motivo para hacerme feliz, porque muy en el fondo de mí sabía que había extraído de ella su dinamismo, su movimiento, su don de vida.; la había hecho prisionera sin ninguna intención.
Así que me decidí un día a abrir mi mano, desplegar mi palma y dejar que el agua viera la luz.
Pude observar como la luz se impregnaba en el agua como pequeños destellos tintineantes, como esta corría precipitándose al vacío en forma de pequeñas y húmedas venas, pude ver como el agua se escurría por mis dedos y me abandonaba.
Entonces al percatarme de esto traté de cerrar de nuevo mi mano y retenerla conmigo, pero ya era tarde, ya toda se había ido, dejando una sensación húmeda que se esfumó rápidamente con la brisa.
La tristeza me abrazó por la espalda, y me lamió con su repugnante lengua la oreja. Me estaba dando cuenta de que ahora ya no poseía nada, y aquello que me daba vida, que me daba aliento desapareció de mi mano, no supe manejar su existencia, no supe hacerla parte de mí.
Tal vez –pensé luego- aún el agua estaría posada en mi mano si nunca la hubiera tenido cautiva, aun refrescaría mi cuerpo si la hubiera dejado libre, si no hubiera posado sobre ella mis dedos hundiéndola en la oscuridad.
Ahora ya es tarde y he quedado sola, sin aquello que sustenta la vida, sin aquello que sin saberlo me complementaba.
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