Quiero volver a los días aquellos donde mi mayor falta grave era apretar nerviosamente un papel donde había copiado la materia de mi primer examen en la escuela: A, E, I, O, U.
Me gustaría volver a aquellos días cuando no necesitaba de maquillaje para ocultar sentimientos destrozados, esos días donde era bella, pequeña, delicada, cuando se apoderaba de mí la infantil belleza del que desconoce todo mientras no se percata que tiene todo un mundo a sus pies.
Quiero volver al tiempo donde pensaba que mi madre había nacido siéndolo, que mi abuela nunca fue niña y que la noche y el día eran tiempos igual de perfectos para jugar libremente.
Quiero volver a reírme viendo los cartoons de la mañana, comer tortillas con mantequilla y mancharme la gabacha, soplar con saliva y lágrimas los raspones de mis rodillas tierrosas.
Daría un día entero de mi vida por volver a subirme a los árboles y comer lo que encuentre, poder orinar rápidamente frente a mi casa porque si voy al baño me sacan del juego, ir al bar de la esquina, entrar como si nada, tomar un refresco y pedir que se lo cobren a mi progenitor.
Quiero volver al tiempo donde lo material no era importante, donde no me temblaba el pulso para rayar mis muñecas, pintar en las paredes o compartir mis juguetes.
Añoro cuando todo me parecía enorme: el espacio debajo de la mesa, el escondite debajo de la cama, el espacio debajo de la guantera del carro, la piscina donde me llevaban de paseo, todo era monumentalmente extenso.
Añoro la emoción pura de mis emociones infantiles: la risa desmedida, la alegría descontrolada y torpe, el llanto desgarrador y profundo, el miedo tenaz y punzante, la vergüenza acalorada, el egoísmo imponente y retador, la ternura antojadiza.
Pero tal vez lo que más añoro es la capacidad de reconocerme siempre, ante un espejo, ante una situación, ante la vida, nunca cuestionarme en que me he convertido, en qué momento dejé de ser yo para ser alguien más, estar convencida siempre y en todo lugar que yo soy la que vibra en este cuerpo.
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