Todas las madrugadas han sido difíciles, las primeras, las últimas, las de la próxima semana, las que vienen después de un largo reposo, las que tienen cara de trasnochadas, todas por igual han sido sufridas; creo que mucho tiene que ver el simple hecho de desenrollarse de las cobijas, abrir un ojo, mirar por la ventana y darse cuenta que aún no ha salido el sol, que afuera debe de estar haciendo un frío del carajo y que la neblina es tan espesa que no puedes ver lo que está al otro lado de la acera.
En la casa no se escucha otro sonido más que el de tus bostezos, mientras te amarras los zapatos; más de una vez, ya un poco más despierto te das cuenta de que te los has puesto sin medias.
Una vez que te pones las tenis, la pantaloneta, la camiseta, y todas las otras cosas que ocupas te vas en silencio a la cocina, a comerte algo para evitar un bajonazo de energía, previendo lo que viene.
Alistas las llaves, algo de dinero, piensas si te llevas la jacket o te lanzas al exterior sin ella, es como lanzarse a una piscina congelada, lo haces sin pensarlo mucho.
Cuando abres la puerta sientes como si el mundo entero durmiera, escuchas los grillos, te golpea el aire frío, decides estirar antes de que te empiece a entrar el arrepentimiento de haber abandonado la cama.
Miras de nuevo el cielo, el cual tiene aire de indecisión, porque puede ser por igual un cielo al inicio del anochecer o al final del amanecer, es del mismo color, tiene casi el mismo olor.
Respiras profundo, revisas tu reloj, empiezas a correr y poco a poco encuentras a tu paso un ecosistema diferente al que vez a otras horas del día, sientes como si estuvieras en el fondo del mar y te toparas cara a cara con todos esos peces extraños que habitan en el fondo del océano: vez a gente con salveques al hombro, gorra y sudadera que caminan lentamente o esperan en una esquina inmóviles, vez a perros tristes y solitarios pegados a la pared de una casa o una cantina tratando de buscar calor, miras a otro loco que corre hacia ti y que probablemente tiene varios minutos de andar en ruta, observas a uno que otro trasnochado tomador que camina rápido y se esconde de los que apenas iniciamos el día, escuchas el sonido de pájaros que nunca habías oído antes, las calles totalmente vacías, el sonido de tu trote hace eco durante todo tu recorrido, la neblina no cede y se te acumula en la congelada nariz.
Corres por lugares tan conocidos a plena luz del día pero que de madrugada parecen tan diferentes. De tanto en tanto volteas un poco nervioso pero te das cuenta que lo único que te persigue es tu tenue sombra, que aparece cada vez que pasas junto a un poste de luz y luego se esfuma.
Corres, corres y corres con el frío pegado a las piernas, no existe la presión de la competencia pero aceleras el paso para entrar en calor.
Haces lo mismo dos, tres o cuatro días a la semana, y por más que sientas la tentación de quedarte en la cama tu conciencia no te deja y el asfalto te llama, eres un adicto a esto y no tienes remedio.
Todas las madrugadas han sido difíciles, las primeras, las últimas, las de la próxima semana, las que vienen después de un largo reposo, y así seguirán siendo, pero qué se puede hacer así somos todos los adictos, no podemos renunciar a la sensación de correr y sentir que se está volando.
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