Qué es una MAN KILLER?

Una Man Killer es una mujer dinámica, enérgica, inteligente y decidida. Es la perfecta compañera para lograr las metas en común y tener libertad para lograr las personales.


Una Man Killer nunca será sumisa ni torpe al hablar, su voz es fuerte y decidida, sabe lo que quiere, lo que le beneficia y sabe cuando dejar atrás lo que no la ayuda a ser mejor.

Como todos una Man Killer tiene sus días malos, pero de ella misma depende de que solo sea eso, un día...


martes, 23 de marzo de 2010

Hoy Gabriela cumple 10 años de casada

Y cuando comienza a recordar todo lo vivido durante estos 10 años le parece que sus memorias sólo le dan para recrear mentalmente unos 6, eso da como resultado 4 años de vida matrimonial en lo que no sabe que carajos pasó.

Hoy llegó temprano del trabajo y tal y como acordó con su marido dejó a los niños con su madre, para poder tener un tiempo a solas. Hace unos 7 años atrás eso de tener un tiempo sólo para ellos le causaba mariposas en el estómago, ahora solo le causa un movimiento intestinal.

Gabriela se casó con Ignacio, con el cual tuvo un noviazgo de más o menos 5 años, entre los cuales sufrieron dos separaciones: una como a los 2 años cuando Gabriela encontró a Ignacio masajeando a su desnuda compañera de trabajo. La otra más o menos a los 4 años de noviazgo, cuando Ignacio encontró a Gabriela masajeando a la desnuda compañera mencionada anteriormente y a un par de caballeros. Luego de ambas experiencias optaron por cortar definitivamente cualquier contacto con la compañera de Ignacio, aunque muy en el fondo era posible que en cierto momento a los dos, por separado, les cruzó la idea de invitarla a una "fiesta privada", pero eso definitivamente era avivar un fuego que querían extinguir.

Gabriela nunca fue buena para la cocina, nunca pudo hacer una receta al pie de la letra, su impulso por agregar o quitar elementos que le resultaran necesarios o superfluos convertían sus platillos culinarios en verdaderos entes del más allá. Previendo esto, Ignacio pasaría de camino a su casa a un restaurante japonés, compraría unos cuantos rollos de sushi, edamame y un poco de sake para él, por que Gabriela no toma.

Cada año, justo en su aniversario, mientras espera a que su esposo llegue a casa, Gabriela se sienta en el sofá junto a la ventana, la abre completamente y deja colarse el frío viento nocturno, mientras ella exhala el humo de un cigarrillo. Es en ese momento cuando  imagina las cosas que no fue pero que aún sueña ser, recuerda a su familia y lo mucho que le gustaba convivir con ella, recuerda a sus amigas de juventud y siente que se le sale el alma por la boca.

Pero es inevitable que junto a todos esos recuerdos y sueños, se mezclen las risas de sus hijos cuando ella los persigue hasta el jardín, las lágrimas de su esposo en pleno ataque de cosquillas, las tantas veces que se han duchado juntos y entre borbollones de agua se besan frenéticamente, sus ojos adormecidos cuidando el sueño de alguno de sus hijos cuando tuvo una pesadilla, los cientos de espantosos regalos del día de la madre que sus pequeños le llevan cada año y que ya no sabe donde guardar, las tardes de sol agotador tirados en el césped de la mano viendo el cielo. Cuando todo esto llega a su cabeza se da cuenta que todo lo que añora, lo que ha sacrificado, la vida se lo ha recompensado por otro lado.

Aveces cuando llega al punto de la depresión profunda, aquella que le señala y le recuerda todo lo que no ha logrado ser, son esas vivencias las que la hacen ponerse de pie y querer lanzarse al vacío, sin pensar en nada ni en nadie.

Gabriela aunque fue capaz de aprender varios idiomas, a manejar, a hacer café sin vomitarse al sentir su olor, a sacar las peores manchas de la camisa de su esposo, nunca aprendió a ser madre ni esposa. Sabia que su nota era deficiente en ambas profesiones, y aunque la mayoría de las veces daba su mejor esfuerzo y se empeñaba en sacar la tarea simplemente siente que no nació para tales oficios.
 
No era extraño que ella se obsesionara con compararse con las demás cacatúas del barrio cuando inevitablemente se pavoneaban cerca de ella en las juntas de la escuela, juntas que Gabriela detestaba a morir, o en los actos cívicos, para los cuales la mayoría de ellas se mataban horas y horas confeccionando atuendos, o tratando de que sus hijos se aprendieran las líneas del poema que tenían que recitar o ejecutando una y otra vez un paso de baile especial.
 
Gabriela nunca confeccionó un traje, leyó poemas o practicó pasos de baile con ninguno de sus tres hijos, normalmente alguna tía o su madre se encargaban de ayudar a los chicos con sus deberes y manualidades.
 
Y eso es sólo un pequeño ejemplo de lo que para Gabriela era el hecho de nunca haber activado el chip de madre; había mucho más: nunca supo que remedio era bueno para "x" enfermedad que tuvieran sus hijos, nunca descubrió cual era el postre preferido de cada uno, nunca les escribió una carta de amor, nunca los abrigó cuando ella tenía frío, nunca les castigó por jugar con tierra, por comer lombrices o chicles tierrosos, nunca les comparó con otros niños, nunca les prohibió eructar en público.
 
Sin embargo, y tal vez de forma no premeditada, les enseñó a ser honestos, responsables y revolucionarios en todo lo que se propusieran. Les enseñó caminar derecho, a saludar a las demás personas, a devolver la plata extra de un "vuelto", a atarse los zapatos en 3 segundos, a enrollar las medias, a no sacarse los mocos en público, a lavarse las manos después de ir al baño, a debatir temas basándose en hechos y datos, a pedir perdón de corazón, a no golpear a alguien a menos de que realmente se lo merezca, a defenderse entre ellos, a no disculparse de algo de lo cual no sean responsables.

Como esposa Gabriela tambien era un modelo inoperante; la presión que ejercían tías, abuelas, primas, hermanas, cuñadas y suegras, todas másters en el arte de ser esposa, diosas de la excelencia y la sumisión mimetizada, le producía vértigo. 

Gabriela sabía que sus dientes rechinantes y el desgaste que les producían al friccionarlos durante todas las noches se debía a la tortura de tener que lidiar con ese ejército de arpías, que estaban al acecho, midiendo cada una de sus acciones.

Durante años Gabriela estudió el comportamiento de todas estas señoronas, y repitió una y mil veces sus costumbres, sus delicadezas y ademanes, llegando apropiarse de la personalidad de estas mujeres en todos los sentidos: comía como ellas, reía como ellas, manipulaba como ellas, se excitaba como ellas, se desvivía como ellas en hacerse notar, practicamente pretendiendo ser alguien que no era, alguien que realmente odiaba.


Un par de años le tomó darse cuenta que nunca la presión por ser esposa modelo provino de su esposo, quien siempre la quiso como era.

Ignacio amaba verla roncar mientras dormía placidamente, amaba verla hacer pucheros manipuladores, verla enredarse en sus propias y fantasiosas mentiras, sentarse con ella dos días enteros frente al televisor y sin bañar, verla como al llegar a la fila de pago en el super sacaba todo lo que no pensaba llevar a lo dejaba en cualquier góndola, verla pintar en camisón sus espantosas pinturas.

Para cuando Gabriela se percató de la hora, ya habían pasado dos de estar frente a la ventana.
En cualquier momento Ignacio entraría por la puerta principal, dejaría la comida encima de la mesa, se quitaría el saco y le daría un beso en la frente.

Ignacio fue el enamorado secreto de Gabriela por más de un año; era tan secreto que ella no supo de su existencia hasta que por casualidad una vez esperó el bus a su lado. Cuando ella lo miró no pasó nada, era como un cero a la izquierda, otro poste de luz, una señal de tránsito que le cubría de la lluvia. Cuando él la miró sintió cómo se le derretía el pecho y cómo su incandescente corazón se aceleraba cada vez más.

Cuando trató de hablarle se le atravesaron en la garganta varias frases que le obstruyeron el paso a la voz. Cuando ella observó cómo ese pobre hombre parecía que se atragantaba aguantó la risa y luego lo miró con las más pura y compasiva lástima.

En esa época Ignacio trabajaba frente a la oficina de Gabriela, por lo que no era dificil enviarle con alguno de los mensajeros notas de amor a su escritorio, notas que hacían a Gabriela enoloquecer de alegría.

Lo que nunca previó Ignacio es que un compañero de trabajo de su amada se proclamara autor de sus notas, y gozara a sus expensas de las caricias y miradas de su doncella.

Un día, después de varios meses de enviarle en sus notas pistas que le dieran a entender que era él quien escribía y ver cómo ella no captaba su mensaje se hartó, cruzó la calle que dividía sus oficinas, la buscó y antes de que pudiera agarrarla del cuello y decirle lo bruta que era le declaró su amor.

Después de ese día lo demás es historia, historia archivada en varios albumes de fotos que Gabriela termina de hojear cuando escucha como una llave se introduce en el cerrojo de la puerta principal.

Ignacio llega empapado por la lluvia, deja la comida encima de la mesa, se sacude como un perro callejero el exceso de agua, despeinándose un poco, luego deja el saco en el respaldar de una silla, se acerca a Gabriela pero antes de darle un beso en la frente cambia de dirección y le besa el inicio del seno derecho, luego la mira a los ojos y frota contra su mejilla su crecida, mojada y brillante barba.

Para este momento Gabriela ha dejado que todos sus sueños truncados, deseos fugaces, su inexperiencia como madre y su ineficiencia como esposa se esfumen con el ultimo suspiro del cigarrillo que agoniza en el cenicero.

Que todo se vaya al diablo- piensa Gabriela- mientras bebe del exilir placebo, el amor.
Olvidé comprar el edamame! - piensa Ignacio - mientras desliza su mano dentro de su blusa para acariciar su espalda.

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